Quizás el siglo
XVIII sea definido como el siglo de las expediciones científicas, porque en
ningún momento de la historia, los viajes han tenido un papel tan decisivo en
el debate cultural y científico dentro del pensamiento humano.
Seguramente la característica fundamental de los
expedicionarios del siglo XVIII, fuese la preocupación por la curiosidad
universal, característica que incita a recoger las informaciones más diversas
de primera mano, dirigiendo su mirada hacia los espacios por descubrir y cuyos
paisajes y organizaciones sociales constituyen un motivo de constante sorpresa
y punto de partida para la reflexión de los grandes problemas intelectuales del
siglo.
Aunque la mayoría de estas expediciones tenían un carácter
científico, la ciencia se convirtió a su vez en un instrumento de expansión
imperial, entendiendo la recogida de este conocimiento como una herramienta de
poder, aparte de la anexión territorial, porque estas expediciones tenían como
objeto conocer los nuevos recursos naturales para explotarlos posteriormente de
manera económica y enriquecer a los Estados que financiaban los viajes,
pudiendo reseñar las monarquías española, rusa, francesa y británica.
Bajo la Monarquía
Española podemos destacar la expedición Malaespina, a cargo
del viajero italiano Alejandro Malaespina a quién se le encargó reconocer el
estado real de todas sus colonias (1789-1794).
A su vez Rusia, como continuación de la expedición
siberiana, se interesó por el Pacífico septentrional. Desde 1719 el Zar
financió expediciones destinadas a conocer las islas y costas de Alaska para
extender sus dominios y explotar las pieles de animales. La Corona Británica , por su parte,
realizó expediciones con carácter estratégico y económico, que les permitieran
conquistar territorios americanos desconocidos; por un lado Lord Byron que
reconoció el litoral occidental de Norteamérica en busca de un paso hacía el
Atlántico y James Cook, que siguiendo los pasos de su antecesor, también
intentó buscar un paso interoceánico.
Ahora vamos a centrarnos en las expediciones francesas, y
en especial la expedición que realizó Jean Francois de Galaup, Conde de la Pérouse en 1785, que fue
un marino y explorador francés nacido en 1741 en Brest, enrolándose en la marina
en 1756, participando en la guerra de los siete años contra Inglaterra a lo
largo de América del Norte. Después de varias campañas en la India a bordo del “Seine”,
dónde conocería a su esposa, volvió a Francia en 1777, nombrándolo Teniente de
Navío y recibió como recompensa la
Cruz de San Luís. Tras un tiempo participó de nuevo en la
guerra contra los británicos por la independencia de Estados Unidos y con 39
años de edad, se le nombró Capitán de Navío debido a su brillante trayectoria
en esta guerra.
Fue elegido por Luís XVI para dirigir una expedición
alrededor del mundo, cuyo objetivo principal era explorar el Pacífico siguiendo
las rutas de Cook y Bougeinville, a bordo de dos fragatas, “Astrolabe” y
“Boussole”, que en castellano serían “Astrolabio” y “Brújula”, dos nombres muy
sugerentes puesto que eran dos de los instrumentos mas importantes que habían
revolucionado las artes de la navegación y permitieron los grandes
descubrimientos geográficos de la era moderna.
Entre los expedicionarios había un gran número de
científicos, con numerosos objetivos; geográficos, botánicos, etnográficos,
pero a la vez tenían un carácter político-económico, ya que se pretendía
establecer bases francesas o de cooperación colonial con los españoles. La
propuesta de exploración incluía el Pacífico Norte y el Pacífico Sur,
incluyendo las costas de Extremo Oriente y Australia. La expedición zarpa de
Brest en agosto de 1875 y tras su paso por las Islas Canarias se dirigió al sur
para bordear el Cabo de Hornos dirigiéndose hacia Chile, realizando un informe
sobre las colonias españolas. Entonces tomó rumbo a la Isla de Pascua a la que
pertenece la primera lámina del trabajo, que serían la representación de los
famosos Moáis. Zarpó hacía Alaska, pasando previamente por las islas de Hawaii.
Estuvo en Monterrey donde visitó a las misiones católicas que allí se
encontraban y elaboró un trabajo etnográfico, realizando unas notas críticas
relativas al trato que los franciscanos proporcionaban a los nativos
amerindios. Volvió a atravesar el pacífico hacia Macao, ya en Asia, de ahí a
Manila y la costa Noreste de Asia, descubriendo las Islas Jeju-do. Visitó la
península de Corea y la Isla
de Sajalin (Rusia). Para en Hokkaido (Japón) donde sus habitantes le enseñaron
un mapa que marcaba el paso al Atlántico, uno de sus principales objetivos,
pero ante su frustración por no encontrarlo volvió a la península de Kamehatka
en Rusia, recibiendo instrucciones para que realizara un informe sobre la
colonización de Australia, hacia donde se dirigió haciendo escala en Samoa, lo
que le costó, tras una reyerta, la vida de doce de sus hombres, entre los que
se incluía al comandante del navío Astrolable. Navegó a continuación hacia
Sidney, donde la colonia pertenecía ya a los británicos, e intentó aprovisionarse
pero lo único que consiguió fue agua y madera.
Decidió entregar entonces sus diarios y sus cartas para
que estas pudiesen llegar a Europa, tal vez presintiendo lo que iba a ocurrir y
fue la última vez que se vio a la expedición del Conde de la Perouse con vida, ya que
misteriosamente desaparecieron en el verano de 1788 cuando se dirigían hacia el
Pacífico Norte, sin poder cumplir la totalidad de todas sus investigaciones.
Tras su desaparición se organizaron varias expediciones
en su búsqueda. La primera de ellas será la comandada por D,Entrecasteaux,
quien zarpó el 29 de septiembre de 1791, con dos buques con sugerentes nombres
también, la “Recherche” ( la
Búsqueda ) y la “Esperance” ( la Esperanza ), pero su
final no fue acorde con sus significados, sino todo lo contrario, fue un
completo desastre.
Las siguientes expediciones serían en 1825. Por un lado
el capitán irlandés Dillon, perteneciente a la Compañía de Indias, y por
el otro lado el marino francés Dumont D,Urville a bordo del buque “Astrolabe”,
cuyo nombre se le puso en memoria del barco de La Pérouse. Fue
D,Urville quién en febrero de 1828 llega a la isla de Vanikoro encontrando los
restos del naufragio de las embarcaciones de la expedición de La Pérouse , aquel naufragio
que puso un trágico fin a estos valientes expedicionarios, aunque el rescate de
los restos de la expedición se prolongaron hasta 1964.
Dentro de la herencia de esta expedición, a nivel de
publicación, podemos destacar la
Biblioteca que lleva su nombre, la cual ofrece un fondo
documental considerable, especializado en las disciplinas vinculadas con el
conocimiento, el estudio y la exploración de los océanos.
Para concluir me gustaría mencionar como curiosidad a los
personajes que aparecen en el plano de La Pérouse , en el lado izquierdo se representa lo
desconocido, lo salvaje, lo inhóspito, aquello que querían descubrir en su
ansia de conocimiento, y del otro lado, el derecho, la vanguardia elitista de
los descubridores, las mentes ilustradas que querían descubrir todo aquello que
permanecía oculto en aquel mundo del siglo XVIII, cada vez con más deseos de
intentar comprender.
Escrito por Juan Carlos Tamayo